viernes, 12 de diciembre de 2025

Fausto & Urfausto


El estudio de Fausto revela un conocimiento esotérico de gran profundidad, imposible de alcanzar mediante la simple lectura de libros. Tal saber solo se abre a través de la iniciación verdadera, sostenida por la práctica constante y reservada a quienes poseen una facultad innata capaz de ser templada en el fuego del estudio y la disciplina. Goethe, nacido poeta, estaba dotado de una imaginación creadora tan intensa que sus visiones se manifestaban ante él como seres vivos, actuando con autonomía en el teatro interior de su mente. Este don, raro y excepcional, se concede apenas a unos pocos elegidos en cada generación. A su capacidad visionaria se sumaban un intelecto agudo y una mente inquisitiva, inclinada tanto hacia la filosofía como hacia las ciencias naturales, lo que le otorgaba un equilibrio singular entre razón y misterio. Era inevitable, entonces, que buscara su desarrollo en la gnosis, pues la ciencia de su tiempo, aún incipiente, no podía saciar la sed de absoluto que ardía en su espíritu.

El Fausto y el Urfausto aportan evidencia de que Goethe halló su Luz en la Fraternidad Rosacruz, aunque no existen documentos accesibles que den prueba histórica. Los escasos datos registrados muestran únicamente que Goethe fue masón y ocupó una posición influyente entre los Illuminati de Weishaupt. En esta hermandad Goethe fue recibido en Weimar el 23 de junio de 1780 y se registra que entregó a la señora von Stein el par de guantes femeninos que recibió en la iniciación, señalando que, aunque el obsequio tenía escaso valor material, era una verdadera expresión de su alta estima, porque un masón no puede dar tal presente más que una vez en su vida. Allí recibió el nombre fraternal de Albaris y dado que los nombres fraternales simbolizan, o al menos deberían simbolizar, uno o más rasgos característicos del hermano, este nombre se vuelve muy significativo. Si fue seleccionado por el propio Goethe, expresa su opinión acerca del carácter de su yo interior; si le fue otorgado, muestra cómo lo consideraban sus pares. Así, el Albaris interior, el sacerdote-poeta iniciado, mago, maestro de los verdaderos Misterios y benefactor de la humanidad por las obras de su mente, constituye en realidad un buen prototipo para caracterizar el interior de Goethe. Además, este nombre ofrece una buena pista sobre el carácter de la iniciación recibida por Goethe, que no fue la iniciación otorgada a los Illuminati de Weishaupt ni a los masones en general. 

Expresó abiertamente y con firmeza su creencia en daimones, buenos y malos y en su influencia sobre nuestras vidas. Para el “intelectual” promedio, esto es simplemente ininteligible. Pero un esoterista admitirá fácilmente la posibilidad de que Goethe, el vidente, viviendo simultáneamente en dos planos de conciencia, percibiera estos daimones tal como nosotros percibimos las aves en el aire. Goethe trabajó casi sesenta años en su Fausto. Naturalmente, tal obra repercute en la mente del propio autor, según la regla divina expresada por el sabio Mefistófeles: “Dependemos, en último análisis, de las criaturas hechas por nosotros mismos.” Una breve comparación entre Goethe y Baudelaire puede ilustrar con justicia la relación de causa y efecto en la mentalidad de un poeta y en su vida. Al mismo tiempo, esto podría arrojar una luz bastante instructiva sobre la diferencia que produce en obra y visión una verdadera iniciación frente  a una falsa. El hecho de que Goethe sea un sol y Baudelaire una estrella de menor magnitud no debilita la comparación, pues ambos fueron poetas natos y estos, como soles y estrellas, están formados de la misma sustancia, siendo la diferencia entre ellos una cuestión de dotación y de desarrollo. 

Baudelaire fue más que un poeta: fue un iniciado y su iniciación no se limitó a lo ceremonial, sino que implicó un verdadero desarrollo interior. Sin embargo, en lugar de orientarse hacia Sofía-Helena (la inspiración espiritual de la Belleza en sí misma), se desvió hacia senderos materiales. Buscó su impulso creativo en la Venus Negra del plano terrenal, en el hachís, en la sobreindulgencia de perfumes densos y artificiales, alejándose de la fuente pura de lo trascendente. Este error fatal se enlaza con otra desviación radical: su concepción de la filosofía del Ángel Caído, ese misterio que fascinó a tantos poetas-filósofos. Para Baudelaire, Satanás no era la encarnación del Mal absoluto, como lo enseñan las Iglesias, sino un benefactor de la humanidad. No obstante, nunca alcanzó la altura filosófica en la que Lucifer se revela como el Portador de la Luz, la Estrella del Alba. Su visión de Satanás permaneció anclada en lo material: un soberano del mundo terrenal, aunque elevado por encima de las degradadas imágenes del culto demoníaco descritas por Huysmans. Baudelaire conoció solo un lado del Árbol del Conocimiento y ese medio saber lo condujo por un camino erróneo, transformando su vida en un infierno refinado que lo llevó a un final prematuro y trágico. Las flores del mal, que Théophile Gautier llamó “la más hermosa joya de la corona poética de Baudelaire”, fue definida por el propio autor como 'fleurs maladives' —flores enfermizas. Y en efecto, ese fruto revela el árbol: una poesía enferma, nacida de una imaginación en perpetuo delirio, alimentada en alcobas saturadas de perfumes intensos y atmósferas decadentes. Una poesía de putrefacción, de éxtasis enloquecidos, que minó la salud del poeta y arruinó su existencia en la edad en que debería haber alcanzado la plenitud de su madurez.

Frente al cuadro sombrío de Baudelaire, la vida y obra de Goethe se alzan como contraste luminoso. Gracias a una iniciación verdadera, conoció ambos lados del Árbol del Conocimiento y se orientó hacia la Sophia, la sabiduría que une lo humano con lo divino. En su poesía palpita la salud de la vida auténtica: composiciones firmes y seguras, armoniosas y equilibradas, donde cada frase vibra con ritmo y virilidad. No son flores enfermizas, sino flores vitales, capaces de vivificar tanto al lector como al propio autor. La reacción de la obra sobre su mente fue regeneradora: amplió su conciencia hacia lo Invisible y le permitió experiencias de una intensidad que el hombre común ni siquiera imagina. Goethe recorrió el camino legítimo hacia la perfección, no a través de sustancias que debilitan, sino mediante el éxtasis de los fuertes, el éxtasis que nace de la disciplina y la visión interior. Tras una vida larga y extraordinariamente intensa, fue coronado con una vejez verde, fecunda, en la que su mente seguía ascendiendo, que demuestra con su sola existencia que la decadencia no es destino inevitable, sino que puede ser vencida. Esa ascensión es, en sí misma, la mejor prueba de la inmortalidad.

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